Una manera rápida de verificar si una nación cuenta con una clase dirigente –concepto que abarca ámbitos mucho más amplios que el estrictamente político– es mirar el indicador de inflación. Si tiene menos de un dígito, entonces en ese territorio particular denominado país existe una masa crítica de personas que, más allá de las profundas diferentes que pudiesen llegar a tener, están de acuerdo en hacer lo necesario para cuidar el valor de la moneda nacional.

Si la inflación, en cambio, es elevada, eso representa una señal inequívoca de ausencia de una clase dirigente. Ese territorio en cuestión es muy probable que esté gestionado por grupos de clanes o mafias que permanecen en pugna de manera crónica.

Al no haber una clase dirigente que perfile un horizonte de metas por alcanzar, es poco probable que un territorio así cuente con profesionales capaces de advertir cuestiones esenciales que, en naciones con liderazgos definidos, suelen darse por hecho.

Esta semana el economista Orlando Ferreres aseguró –durante una conferencia ofrecida en la sede porteña de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas– que la recuperación de la ecoconomía argentina llegará en abril con el comienzo de la cosecha gruesa.

Esta misma semana José Luis Aiello, doctor en Ciencias Meteorológicas y director científico de la Guía Estratégica para el Agro de la Bolsa de Comercio de Rosario, advirtió que en 2018/19 habrá efectos no favorables en el territorio argentino para la producción de soja y maíz debido a riesgos generados por eventuales “bloqueos húmedos y secos” (traducido: lluvias torrenciales seguidas por ausencia de las mismas en períodos quizás críticos para la definición de rendimientos agrícolas).

No debería sorprender a nadie: tres años atrás Carolina Vera, investigadora del Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera y coordinadora de la Tercera Comunicación Nacional de la Argentina a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, advirtió que los eventos meteorológicos severos ocurrirán cada vez más con una mayor frecuencia tanto entre campañas como en un mismo ciclo agrícola.

A pesar de eso, seguimos contando con economistas que gestionan los pronósticos de ingresos de divisas en planillas de Excel que nada entienden –al igual que ellos– sobre la complejidad creciente presente en la dinámica del negocio agrícola. Las facultades de Ciencias Económicas tienen un déficit enorme por cubrir al respecto.

Además de economistas que entiendan sobre cuestiones agropecuarias –la base de la economía argentina–, sería ideal contar también con profesionales que puedan tener una visión un poco más amplia que pasado mañana. Que digan que la economía argentina sólo podrá recuperarse cuando se integre comercialmente con las principales naciones del mundo. Que recuerden que, por más divisas que puedan ingresar a causa de una cosecha, en una economía cerrada lo más probable es que los recursos se terminen despilfarrando.

Chile –nación con una inflación anual del 2,9%– va camino este año a tener un ingreso de divisas por exportaciones no-mineras similar al generado por colocaciones de minerales. El cobre es importante. Pero no es el único factor de desarrollo: tiene además frutas, salmón, vinos y celulosa. Pero antes que todo eso tiene una clase dirigente.

Ezequiel Tambornini