Buenos Aires, 27 enero (PR/23) — “Mi amigo muy querido: el 18 empezó a salir el ejército y hoy concluye el todo de verificarlo. Para el 6 estaremos en el valle del Aconcagua Dios mediante y para el 15 ya Chile es de vida o muerte. Esta tarde salgo a alcanzar las primeras divisiones del Ejército. Todo ha salido bien y hasta ahora no ha ocurrido novedad de consideración. Dios nos de acierto mi amigo para salir bien de tamaña empresa”. Así, el 24 de enero de 1817, San Martín reportaba al diputado Tomás Godoy Cruz el histórico momento que se vivía. Semanas antes había confiado a Tomás Guido: “si salimos bien, como espero, la cosa puede tomar otro semblante, si no, todo se lo lleva el diablo”.
La vanguardia del ejército, dirigida por Miguel Estanislao Soler y Bernardo O’Higgins, había partido de El Plumerillo el 17 de enero, Al día siguiente, la columna capitaneada por Juan Gregorio Las Heras enfiló hacia el Paso de Uspallata, seguida de la caravana conducida por Fray Luis Beltrán, portando el parque de artillería y las municiones.
La epopeya estaba en marcha: 5.200 hombres, 10.000 mulas, 1.600 caballos y 600 reses en pie abordan la alta cordillera por seis pasos distintos. La columna de San Martín marcha hacia el paso de los Patos dividida en tres secciones, a una jornada de distancia entre una y otra para facilitar el avance por angosturas y cornisas serpenteantes; enfila hacia la cuesta del Espinacito, a 4.500 metros sobre el nivel del mar, una altura jamás alcanzada.
Baqueanos y guías van adelante, reconociendo el terreno y advirtiendo la presencia de obstáculos que los zapadores removerán para despejar el camino. Las mulas marchan en fila india por los estrechos senderos, a la manera de los arreos, en piaras de a veinte. Más atrás, los milicianos, provistos de barretas, conducen bagajes y convoyes, custodian los depósitos de víveres y hospitales de campaña, cuidan la caballada y recogen rezagados y enfermos..
Lo más complicado es el traslado del parque de artillería, cuyas piezas van montadas en pequeñas zorras tiradas por mulas o, con frecuencia, a brazo partido por los milicianos. Para izar los pesados cañones se utilizan cabrestantes con cables o maromas capaces de elevar esas moles de hierro por las empinadas laderas. Fray Luis Beltrán dirige esas operaciones y, entre otras complicaciones, en Las Cortaderas deberá lidiar para rescatar del fondo de un precipicio una pieza que se había desbarrancado.
Siguiendo el consejo de los experimentados arrieros, San Martín mandó a forrar los aparejos de las mulas de carga con pieles de carnero en lugar de paja, para proteger el cargamento y en previsión de que pudieran comérsela durante la travesía. En la alta montaña no había gramilla ni nada que sirviera para alimentar a los animales, que se suplía con el forraje acarreado, aunque se sabía de antemano que sería insuficiente y muchos morirían de hambre y fatiga. Tampoco había con qué hacer fuego, de modo que se portaba una carga de leña con ese fin. Para iniciar la fogata se juntaba bosta seca acumulada en los senderos andinos utilizados para los arreos.
El agua era otro recurso escaso, pese a que en la alta montaña corren ríos caudalosos. esa abundancia de agua suele discurrir al fondo de precipicios y barrancos inaccesibles. Cuando era posible, se la recolectaba en chifles confeccionados con cuernos de vacunos que debía alcanzar hasta reaprovisionarse en la siguiente aguada. Otro obstáculo a salvar son esos mismos cursos de agua, torrentosos y gélidos, que bajan desde las cimas. Incluso, a menudo se cruzará más de una vez el mismo río. Para la emergencia, se llevaba un puente portátil de cuerdas de esparto, de 60 varas —alrededor de 50 metros— que se recogía una vez que pasaran las tropas.
Se partía apenas despuntaba el sol y se marchaba hasta el ocaso, cuando el sol desaparecía detrás de los picos nevados. No resulta difícil imaginar el cansancio acumulado por hombres sometidos a marcha forzada durante horas, portando mochilas, armas y pertrechos, soportando altas temperaturas de día y hasta 20º bajo cero por las noches. Y los efectos del soroche: la falta de oxígeno que solía causar estragos, incluso bajas.
Antes de que cayera la noche, se encendía el fuego para calentar agua y preparar el charquicán o guiso valdiviano, de buen contenido calórico; corría la módica provisión de vino y aguardiente permitida, se armaba y pitaba un cigarrillo y, enseguida, rendidos por el cansancio, oficiales y soldados se echaban a dormir. Con frecuencia, a la intemperie, de cara a las estrellas, usando las monturas para apoyar la cabeza y ponchos y jergones para taparse, que amanecían cubiertos de escarcha.
Así de penosa y heroica fue aquella travesía que hasta hoy sigue causando admiración universal.
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