El teólogo John R. Searle nos recuerda que el amor verdadero no se siente solamente: se elige, se cuida y florece donde genuinamente habita la confianza

España, sábado 1 noviembre (PR/25) — Hay amores que nacen de un destello y mueren en un suspiro, y otros que, sin ruido ni fuegos artificiales, echan raíces profundas en la tierra de lo cotidiano.

El matrimonio pertenece a este segundo tipo: no es un jardín que crece solo, sino una siembra constante que pide manos, paciencia y fe.

En tiempos donde todo se descarta con facilidad, amar hasta el final parece casi una rareza. Pero el Padre John R. Searle, sabio profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana, nos invita a mirar el amor con una luz distinta.

Nos recuerda que el amor auténtico no es un sentimiento pasajero, sino una decisión perseverante que solo puede respirar donde hay confianza.

Un acto de amor

te casas con tu mejor amigo - pareja feliz

El P. Searle enseña que el amor conyugal es más un acto que una emoción. No se sostiene en las mariposas del enamoramiento, sino en el sí renovado cada mañana: en la ternura que vuelve después de una discusión, en el perdón que cicatriza una herida, en el gesto silencioso de quien sirve sin esperar aplauso.

Ese amor, cuando se encarna, deja de ser promesa y se vuelve presencia. Pero para que respire, necesita un aire básico: la confianza mutua.

La confianza en el matrimonio

Confiar no es ingenuidad, es creer que el otro, aun con sus defectos, quiere mi bien; que su amor es casa y abrigo, no campo de batalla. Es saber que hay un puerto donde puedo descansar sin miedo a ser traicionado.

Esa confianza no nace de la nada; se cultiva como se cultiva una vid: con tiempo, cuidado y delicadeza. Y florece rodeada de otros pilares que también la nutren: la admiración, el respeto, los afectos y la ayuda mutua.

El amor no vive solo. Se alimenta de un conjunto de fuerzas invisibles que sostienen su equilibrio interior. Confiar es mirar al otro más allá de sus errores. Es admirar su esfuerzo, su batalla diaria contra sus sombras, su capacidad de volver a empezar.

El amor no vive solo. Se alimenta de un conjunto de fuerzas invisibles que sostienen su equilibrio interior. Confiar es mirar al otro más allá de sus errores. Es admirar su esfuerzo, su batalla diaria contra sus sombras, su capacidad de volver a empezar.

Cuando admiramos, fortalecemos la confianza, y cuando confiamos, nace de nuevo la admiración. Es un círculo virtuoso que mantiene viva la llama.

Respeto mutuo

Respetar es reconocer el espacio sagrado del otro. Su ritmo, sus opiniones, su historia. Es no invadir, no imponer, no controlar. El respeto protege la confianza como una muralla invisible: quien respeta, cuida.

Los afectos y el cariño son el lenguaje silencioso del amor: una mano que busca otra, una mirada que consuela, un abrazo que no juzga. Cada gesto de ternura es una palabra que dice: «Puedes confiar en mí, sigo aquí».

Las grietas del amor no aparecen de golpe

pareja- familia

Todo empieza con un pequeño descuido, con un gesto de desconfianza, con un secreto innecesario, con un reproche que hiere. Unos celos persistentes. La sospecha, como una termita invisible, comienza a roer los cimientos. Y sin darnos cuenta, lo que fue casa se convierte en campo minado.

 

El P. Searle advierte que la desconfianza paraliza la entrega: el miedo reemplaza a la confianza, y el amor, privado de oxígeno, se asfixia lentamente. Por eso, cuando la confianza se rompe, el alma del matrimonio tiembla. Se pone en riesgo el vínculo. Pero no todo está perdido.

La confianza puede resucitar

Requiere humildad para pedir perdón, coraje para perdonar y constancia para volver a creer. No se restaura con palabras, sino con hechos: promesas cumplidas, miradas sinceras, fidelidades pequeñas.

Cada acto de verdad pone un ladrillo nuevo en el cimiento. Y poco a poco, la casa vuelve a tener techo y calor. El matrimonio, cuando aprende a rehacer su confianza, se vuelve más sabio.

Comprende que amar no es vivir sin heridas, sino elegir seguir amando a pesar de ellas. Que la confianza no es un contrato, sino una forma de fe.

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Fuente: Aleteia