Sin una dolarización oficial, la Argentina seguirá condenada a la inestabilidad macroeconómica, el estancamiento y el default de su deuda soberana.
Por Emilio Ocampo
Buenos Aires, 11 de noviembre (PR/24) .- Se escucha a veces hablar de la “escasez estructural de dólares” de la economía argentina. Esta también llamada “restricción externa” no es más que el límite que le impone el mundo a la desenfrenada prodigalidad de los gobiernos y los políticos argentinos. La pretensión de tener un Estado de Bienestar al estilo europeo que Perón impuso en 1946 como política de estado se choca períodicamente con los magros niveles de inversión y productividad que aporta un sector privado agobiado por impuestos y regulaciones. La destrucción de los mercados de capitales locales vía represión financiera, intervencionismo y confiscaciones dejó sólo dos mecanismos para financiar un “Estado de Malestar”, ineficiente y corrupto: emisión monetaria y deuda externa.
La “maquinita” ha sido el único mecanismo al que han podido recurrir los gobiernos populistas cuando ya no les quedan ahorros privados fáciles de confiscar. A los gobiernos no populistas, más creíbles internacionalmente, no tuvieron más opción que recurrir a la deuda externa para reducir gradualmente los excesos del populismo sin alimentar la inflación. Pero como desde 1955 el sistema corporativista ha logrado abortar todos los intentos de poner en caja al Estado del que se nutre, la Argentina ha oscilado entre crisis inflacionarias y crisis externas. Esto explica por qué es el país que desde 1955 en adelante tiene más años con inflación alta, recesión y default.
Los argentinos aprendieron a defenderse de las depredaciones de un Estado abusivo huyendo del peso y ahorrando en dólares fuera del sistema bancario doméstico. La elección por el dólar no se explica por afinidades culturales con el imperio (la Argentina es el país con el sentimiento anti-norteamericano más intenso en América Latina) sino por instinto de supervivencia.
Mientras que el sector privado ahorra en dólares, el Estado desahorra (se endeuda) en dólares. Consecuentemente, como en un juego de gato y ratón, éste permanentemente busca apoderarse de los dólares de aquel a un tipo de cambio inferior al del mercado imponiendo todo tipo de controles, restricciones y penalidades. En este aspecto el dólar es como cualquier otro bien: un precio máximo por debajo del equilibrio de mercado genera exceso de demanda y escasez de oferta.
Para imponer el peso y recaudar impuesto inflacionario, el Estado impone innumerables obstáculos a la tenencia, uso y transferencias de dólares. La incongruencia entre una dolarización de facto de la economía y el curso forzoso del peso no sólo genera inestabilidad sino también altísimos costos de transacción para la economía.
A esta incongruencia, se agrega otra igualmente costosa y desestabilizante: el descalce cambiario del sector público. El Estado recauda en pesos, pero necesita dólares para pagar sus deudas. Los únicos tributos cuya base imponible se ajusta al dólar son los aranceles a las importaciones y los derechos de exportación. Desde 2020 hasta septiembre de 2024 estos impuestos representaron, en promedio, sólo 11% de la recaudación total.
Todo esto viene a colación del siguiente dato: entre 2025 y 2034, la Argentina deberá desembolsar anualmente, en promedio, US$20.400 millones en concepto de capital e intereses de su deuda pública denominada en moneda extranjera (fundamentalmente en dólares). De esta suma, prácticamente la mitad deberá pagarse a organismos internacionales y el resto a inversores privados no residentes. Los intereses representan, en promedio, aproximadamente 1% del PBI.
Se podrían hacer varias observaciones sobre este dato. Primero, los países normales no pagan su deuda sino que la renuevan. Segundo, el nivel de deuda externa con relación al PBI de la Argentina parece comparable al del resto de América Latina. Pero la Argentina no es un “país normal: y como no tiene acceso a los mercado no puede renovar la deuda con el sector privado. Además como es un defaulteador serial que padece de “intolerancia financiera”, un ratio de deuda externa/PBN por encima de 30% (manejable para un “país normal”) genera efectos no deseables incluyendo crisis cambiarias, bancarias y externas.
Si bien es cierto que la deuda con organismos internacionales no presenta riesgos de renovación (roll-over), la expectativa del FMI es que la Argentina cancele gradualmente (y lo más rápidamente posible) el capital adeudado. La única manera de hacerlo es accediendo a los mercados de capitales internacionales. Esto supone que en los próximos 10 años la Argentina deberá conseguir que los inversores le renueven cerca de US$90.000 millones más la deuda con el FMI de casi US$42.000 millones.
A esta cifra debemos agregarle las necesidades de financiamiento del sector privado que son considerables bajo un escenario de crecimiento sostenido. Desde 2005 hasta 2023 la tasa de ahorro doméstica promedió 17,2% del PBI y no alcanzó a financiar una magra tasa de inversión de 17,8%. La diferencia la financió el resto del mundo. Como se puede ver en el gráfico, con estos niveles de inversión la economía no crece.
“Hay que tener en cuenta que la amortización por sí sola es igual a 15% del PBI,” explica Orlando Ferreres. “Se necesita invertir eso simplemente para no perder capital productivo. Para crecer al 5% anual la Argentina necesita invertir el 25% del PBI: 15% para cubrir la amortización y 10% de aumento de capital”. Esto implica una inversión anual de US$150.000 millones, qué bajo el régimen monetario actual difícilmente podría ser financiada localmente porque los argentinos han demostrado no estar dispuestos a ahorrar en pesos.
Supongamos un objetivo más modesto: una tasa de inversión de 22% del PBI (el promedio de Perú entre 2003 y 2023). Esto significa casi siete puntos porcentuales por encima de la tasa alcanzada en los dos primeros trimestres de 2024. Si suponemos que la inversión extranjera directa representará la mayor parte de esta inversión adicional el sector privado necesitará financiar desde el exterior, con un mix de bonos, préstamos, acciones e inversión directa, de al menos US$40.000 millones netos por año. Para poner esta cifra en perspectiva, en los últimos veinte años, los flujos financieros netos totales a América Latina promediaron US$150.000 millones por año y la participación promedio de la Argentina fue de 7,3%.
Las proyecciones del FMI para 2025-2029 son bastante más modestas que las que requiere el cálculo anterior. Suponen que la cuenta financiera aportará, en promedio, US$8.600 millones por año. Este escenario se basa en un supuesto clave que dada la proverbial inestabilidad argentina parece cuestionable: que los cambios impulsados por el gobierno desde diciembre de 2023, especialmente el superávit fiscal, se sostendrán durante al menos los próximos cinco años.
Ni Vaca Muerta, ni la minería, ni el litio nos van a “salvar”, porque para que puedan “salvarnos” será necesario invertir sumas considerables que no son posibles de financiar localmente bajo el régimen monetario actual. Es posible que el sector energético en 2030 aporte US$30.000 millones de dólares en exportaciones, pero la inversión que esto requiere será superior. Aunque no he visto ningún análisis detallado, desde el punto de vista del flujo neto de dólares (exportaciones menos importación de equipos, repatriación de dividendos e intereses sobre deuda), es probable que Vaca Muerta sea deficitaria que en los próximos años.
¿Por qué una dolarización oficial contribuiría a resolver este problema? En primer lugar, porque desaparecería el descalce cambiario del sector público, junto con el déficit fiscal uno de los principales generadores de inestabilidad macroeconómica. El Estado pasaría a recaudar impuestos en dólares y no se vería obligado a “rapiñarle” dólares al sector exportador a tipos de cambio desfavorables que desincentivan la inversión.
En segundo lugar, porque al repatriar una parte importante de la liquidez en dólares que está fuera del sistema financiero (según el INDEC aproximadamente US$ 250.000 millones) permitiría aumentar la tasa de ahorro doméstica. Esto contribuirá al aumento del crédito al sector privado a tasas razonables (siempre y cuando el Estado no vuelva a las andanzas). La repatriación y posterior intermediación de esta masa de liquidez dolarizada es la única esperanza de la Argentina para resolver el drama de la pobreza estructural. Y este escenario difícilmente ocurra sin una dolarización oficial (como he explicado en este y este artículo hay otros buenos argumentos a favor de una dolarización).
A la Argentina no le faltan dólares. Le faltan dólares al Estado y le seguirán faltando mientras exista una moneda que los políticos pueden abusar a piacere.
En una economía moderna el principal creador de dinero es el sistema bancario privado. Por ejemplo, en Suecia el dinero externo que emite el banco central casi ya no existe. El reciente aumento de los depósitos en dólares gracias al blanqueo es prueba elocuente de que en la Argentina hay muchos dólares. Una dolarización es factible porque es autofinanciable. No es necesario retirar todos los pesos de la noche a la mañana. Sólo congelar la circulación monetaria, declarar al dólar moneda de curso legal y adoptarla como única moneda de cuenta del sistema financiero.
Se dice que la Argentina es una economía bi-monetaria. En realidad, es una economía bi-monetaria pero mayormente dolarizada de facto. Sostener otra cosa es voluntarismo. Una dolarización oficial –declarar el curso legal del dólar, congelar los pesos en circulación y dolarizar 100% de los depósitos y préstamos bancarios– no significa imponerles a los argentinos arbitrariamente una moneda, sino reconocer que el dólar es la moneda que ya han elegido y prefieren usar. La única moneda que los argentinos no quieren y que el Estado a tratado de imponerles por la fuerza es un peso que se deprecia día a día.
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