El paradigma agrícola argentino está cambiando a partir de la introducción de tecnologías de procesos orientadas a intensificar y diversificar la actividad biológica para conservar la salud del suelo con herramientas propias de la naturaleza.

Una parte importante de ese fenómeno está constituida por la introducción de diferentes cultivos de cobertura (o de servicio) invernales, los cuales, además de evitar la difusión de malezas problemáticas, pueden eventualmente mejorar la estructura física del suelo e incorporar nutrientes que pueden ser aprovechados por los cultivos de verano (fundamentalmente maíz y soja). El uso de rolos para suprimir los cultivos de cobertura contribuye a evitar el uso de agroquímicos durante el período invernal.

El trabajo pionero del investigador del INTA Alberto Quiroga (quien en 2013 publicó el primer gran documento sobre cultivos de cobertura) y del empresario agropecuario cordobés Sandro Raspo hoy es aprovechado por técnicos y productores de diferentes regiones productivas argentinas.

Adicionalmente, en algunas regiones se están comenzando a introducir rotaciones de cultivos estivales con “verdeos de servicio” invernales para cuidar tanto el suelo como la sostenibilidad económica de las empresas al lograr diversificar el flujo de ingresos con negocios ganaderos (como puede ser el caso de capitalización de hacienda de terceros).

El crecimiento de la demanda de harina y aislados proteicos de legumbres –fundamentalmente arveja y garbanzos– representa una nueva oportunidad para incrementar la diversidad de especies presente en los sistemas productivos argentinos.

El aspecto central del proceso de ecologización que está experimentando el sistema agrícola argentino es la revalorización del trabajo de los agrónomos, los investigadores y las redes de generación e intercambio de conocimiento.

Lo que estamos viviendo en los últimos años es la respuesta a los excesos promovidos por la sojización de la agricultura, un proceso que fue potenciado por un esquema impositivo extractivo que obligó a los productores a sembrar la mayor parte del área con el cultivo más barato y resistente.

El cambio de paradigma es un proceso incipiente, que se viene gestando lentamente, porque la mayor parte de las empresas agropecuarias –Pymes familiares– no tienen mucho resto financiero para acelerar a fondo con las constantes pruebas y errores que son necesarios para diseñar los protocolos de los nuevos sistemas agrícolas que vienen en camino.

La cuestión es que tal proceso puede llegar a interrumpirse si, frente a un Estado fundido pero voraz, el agro tuviese que comenzar a pagar muchos más impuestos de los que abona en la actualidad. En tal escenario, el agro argentino debería volver a tener que reeditar el proceso de sojización, algo que, en las actuales circunstancias, implicaría sumar problemas ante la expansión de muchas malezas resistentes a diferentes principios activos y vecinos ansiosos por restringir las pulverizaciones.

La segunda temporada del proceso de sojización vendría, seguramente, también acompañada por plagas resistentes y problemas potenciados de enfermedades, los cuales, inevitablemente, requerirían mayores controles. Mayores costos. Y más problemas.

Explicar estas cuestiones, de la manera más didáctica posible, es clave para que aquellos que toman decisiones de política económica entiendan que las presiones impositivas excesivas no se hacen solamente a costa de la “renta” de los productores, sino del patrimonio suelo, el capital biológico y el activo ambiental empleado por los sistemas agrícolas.

Esos recursos –suelo, capital biológico y activos ambientales–, si bien son administrados por empresas privadas, algún día podrían llegar a ser considerados bienes públicos de la humanidad. Y si ese día llega, entonces las naciones que realicen una inadecuada gestión de los mismos podrían ser sancionadas o, eventualmente, ocupadas para garantizar un uso apropiado.

Ezequiel Tambornin