San Félix fue un hombre extremadamente sencillo, proveniente de una familia muy pobre, y que gracias a su docilidad dejó que el Señor moldee su mente y su corazón, al punto que se hizo conocido por su sabiduría y piedad extraordinarias. Su alma, lejos de apocarse por las dificultades, exhibía una inmensa confianza en Dios, adornada por un fino sentido del humor.
Vivir siempre en presencia de Dios
A los doce años empezó a trabajar en la casa de un rico terrateniente que lo envió a apacentar ovejas y conducir el arado. La vida del joven Félix, entonces, empezó a dividirse entre la oración y el trabajo. Las horas de soledad o fatiga en el campo las aprovechó siempre para elevar el alma a Dios. Las idas y venidas entre los pastizales y las colinas las intercalaba con visitas a la iglesia del pueblo para rezar a Nuestra Señora. Poco a poco, fue aprendiendo a meditar y a desarrollar su vocación contemplativa, a pesar de que su apariencia era más la de un hombre hecho para el trabajo rudo.
“Todas las criaturas pueden llevarnos a Dios, con tal de que sepamos mirarlas con ojos sencillos”, le dijo Félix alguna vez a un religioso que le había preguntado cómo hacía para vivir en presencia de Dios en medio del trabajo y tantas otras cosas que podrían considerarse como distracciones. Félix tenía la convicción de que “en cualquier oficio y a cualquier hora hay que acordarse de Dios y ofrecer por Él todo lo que se hace o sufre”.
En el convento, el trato con Dios y los hermanos lo impulsaban a mantenerse en el ejercicio de la virtud, mientras su buen corazón crecía en el deseo de la perfección en la caridad. Si alguna mortificación le salía al paso y tenía que cumplir con alguna penitencia, se aferraba fuerte a la Cruz de Cristo, para que el Señor lo sostenga en esas horas difíciles.
“O santo, o nada” (San Félix)
Los votos solemnes llegaron cuando el santo alcanzó los treinta años. Más tarde fue enviado a Roma, donde por las siguientes cuatro décadas saldría a pedir limosna todos los días para sostener a su comunidad y a los pobres bajo su cargo. Asimismo, con la venia de sus superiores, asistió a los desposeídos, visitó enfermos y consoló a muchos moribundos. Solía alentar a todos diciendo: “Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo y en la mano el santísimo rosario”.
No pocas veces, San Félix, mientras ayudaba en Misa, quedó en éxtasis a la vista de todos. Incluso sus biógrafos señalan que murió en medio de una visión de la Virgen que lo mandaba llamar con unos ángeles. En vida, gozó del aprecio y la consideración de grandes santos como San Felipe Neri y San Carlos Borromeo. Al final de sus días, el cardenal protector de su Orden aconsejó a los superiores de Félix que lo releven de su cargo por su avanzada edad, pero el santo les rogó que lo dejasen seguir pidiendo limosna. A Félix gustaba recordarle a todos que el alma se marchita cuando el cuerpo no trabaja.
San Félix de Cantalicio partió a la Casa del Padre el 18 de mayo de 1587. Fue beatificado el 1 de octubre de 1625 por el Papa Urbano VIII y canonizado el 22 de mayo de 1712, en Roma, por el Papa Clemente XI.
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Fuente: Aciprensa