Barcelona, domingo 24 agosto (PR/25) — Egipto no es sólo el Nilo o las pirámides. Egipto no se termina de entender sin Alejandría. Existe un rincón frente al Mediterráneo donde la historia se mezcla con la brisa marina, donde la elegancia helenística aún flota en el aire y donde cada paseo es un souvenir inovidable.
Hablamos de Alejandría, la ciudad que Alejandro Magno fundó en el 332 a.C. para convertirla en la gran puerta de Egipto al mundo. No fue casualidad: el joven conquistador quería un puerto que conectara el valle del Nilo con Grecia, Asia Menor y todo su imperioVoilà, una urbe pensada desde el inicio para ser cosmopolita, abierta, con vocación de eternidad.

Durante siglos, Alejandría fue capital y cerebro del país, residencia de los faraones ptolemaicos y escenario de la apasionante vida de Cleopatra VII, la última gran reina de Egipto. Aquí florecieron el saber y la ciencia gracias a la legendaria Biblioteca y el Museo, donde trabajaron mentes que cambiaron la historia: Euclides, padre de la geometría; Eratóstenes, que midió la Tierra; Aristarco de Samos, adelantado al heliocentrismo; o Hipatia, filósofa y astrónoma cuya figura sigue inspirando siglos después.

Y como ocurre con los lugares que marcan época, también cambió de nombre. En la Edad Media, los árabes la llamaban Iskandariya, forma que aún hoy se usa en árabe moderno (الإسكندرية). Un eco lingüístico que demuestra hasta qué punto esta ciudad nunca dejó de ser referencia.

Situada apenas a 225 kilómetros de El Cairo, Alejandría sigue siendo un balcón abierto al Mediterráneo. Caminar por sus avenidas largas, sus cafés con aire europeo o la Corniche es reencontrarse con una ciudad que, bajo cada piedra, conserva un je ne sais quoi irresistiblemezcla de Oriente y Occidente, de nostalgia y modernidad, de historia y chic eterno.

La bibliotheca alexandrina: un faro del conocimiento

No hay visita completa a Alejandría sin detenerse en la moderna Bibliotheca Alexandrina. Construida en 2002 como homenaje a la legendaria biblioteca desaparecida, su arquitectura de líneas curvas parece surgir del mar, como si quisiera devolver la memoria perdida. Su sala principal puede albergar hasta ocho millones de libros, pero lo que impacta es el ambiente: planetario, galerías de arte, museos internos y un centro de conservación de manuscritos que enamora a cualquier viajero sensible. Aquí, el silencio es chic, casi ceremonial.

La inspiración nace de la Biblioteca original de Alejandría, fundada en el siglo III a.C. bajo el reinado de Ptolomeo II Filadelfo, uno de los faraones de la dinastía ptolemaica. El proyecto surgió con un propósito ambicioso: reunir todo el conocimiento del mundo en un único lugar. Los barcos que atracaban en el puerto debían entregar sus rollos y manuscritos para ser copiados en griego; los originales, se decía, quedaban en la colección.

Se cree que llegó a albergar entre 400.000 y 700.000 rollos de papiro, con obras de Homero, tragedias griegas completas, tratados de astronomía, geometría, medicina y filosofía. Allí trabajaron sabios que definieron la ciencia tal y como la entendemos hoy: Euclides, padre de la geometría; Eratóstenes, que midió la circunferencia de la Tierra; o Aristarco de Samos, que se atrevió a sugerir que el Sol era el centro del universo.

El destino de la Biblioteca original es una de las grandes tragedias de la Antigüedad. No se sabe con certeza cómo desapareció: algunos relatos apuntan al incendio provocado por las tropas de Julio César en el año 48 a.C.; otros, a saqueos posteriores durante la invasión romana o incluso a destrucciones en época cristiana y árabe. Lo cierto es que lo que allí se perdió fueron siglos de saber: tratados que hoy solo conocemos de oídas, un caudal de conocimiento que, de haberse conservado, quizá habría adelantado nuestra historia por centurias.

Por eso, visitar la Bibliotheca Alexandrina moderna no es solo ver un edificio contemporáneo: es un acto de memoria, un tributo a los sabios, un lugar donde la nostalgia se convierte en inspiración.

A large room filled with lots of desks

La ciudadela de Qaitbay: herencia de una maravilla perdida

En el extremo oriental del puerto, donde las olas del Mediterráneo golpean con fuerza, se levanta la Ciudadela de Qaitbay. A primera vista parece “solo” una fortaleza mameluca del siglo XV, sólida, compacta, con muros de piedra color miel. Pero su secreto es fascinante: está construida sobre los cimientos del legendario Faro de Alejandría, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo.

El nombre Qaitbay no es casualidad. Hace referencia al sultán mameluco Sayf al-Din Qaitbay (1416-1496), el noble que ordenó su construcción. Su propio nombre, de raíces turco-otomanas, mezcla dos significados sugerentes: Qait (“retorno” o “firmeza”) y Bay (“señor”, “noble”). Voilà: “el señor firme”, un título que parece hecho a medida para quien quiso devolverle esplendor a un puerto que había perdido su faro.

¿Y quiénes eran los mamelucos? No eran nobles de sangre, sino esclavos convertidos en guerreros de élite. Jóvenes de origen turco, circasiano o georgiano, capturados o comprados, que tras una estricta formación militar e islámica acabaron tomando el poder. En 1250 fundaron su propio sultanato en Egipto y Siria, derrotaron a cruzados y mongoles y gobernaron durante más de dos siglos. En la época de Qaitbay aún eran los señores indiscutibles del Nilo, capaces de dejar su huella en piedra frente al Mediterráneo. Paradojas de la historia: esclavos que se convirtieron en reyes.

El faro original, erigido en el siglo III a.C. bajo el reinado de Ptolomeo II, fue durante casi 1.500 años la guía de los navegantes que entraban al puerto. Con más de 100 metros de altura, era la construcción más alta del mundo después de las pirámides. Una llama, amplificada por espejos de bronce, proyectaba su luz a decenas de kilómetros mar adentro. Oh là là, un prodigio de ingeniería que convirtió Alejandría en la auténtica puerta marítima de Egipto.

Terremotos sucesivos entre los siglos XIV y XV acabaron por derribarlo. Entonces, Qaitbay decidió levantar en el mismo lugar una fortaleza defensiva, aprovechando las piedras derrumbadas del faro. Así, lo que hoy contemplamos es un símbolo doble: por fuera, una ciudadela medieval; por dentro, un eco de una maravilla perdida.

Pasear por sus almenas, sentir el viento salado y mirar el horizonte es un gesto casi ritual: el Mediterráneo te devuelve la sensación de estar en un punto donde la historia nunca se interrumpe. Chic, eterno y profundamente poético.

a castle like building with a flag on top of it
Qaitbay

La columna de Pompeyo: elegancia solitaria

En una colina tranquila de Alejandría se alza, majestuosa y solitaria, la llamada Columna de Pompeyo. El nombre, sin embargo, es un capricho de la historia: ni está dedicada al general romano Pompeyo ni tiene relación directa con él. Fue erigida hacia el año 297 d.C. en honor al emperador Diocleciano, tras sofocar una revuelta en la ciudad y asegurar el grano de Egipto para Roma. El equívoco nació siglos después, cuando viajeros medievales, fascinados por la columna aislada, la asociaron con el destino trágico de Pompeyo Magno, asesinado precisamente en Alejandría en el 48 a.C. El error se propagó… y voilà, el nombre equivocado llegó hasta nuestros días.

Con más de 25 metros de altura y tallada en un único bloque de granito rojo de Asuán, la columna es un ejemplo sublime de la grandeza romana en suelo egipcio. Imagina el esfuerzo titánico para trasladar y erigir semejante monolito sin la tecnología moderna. Oui oui, pura demostración de poder.

Alrededor de la columna aún se conservan restos del antiguo Serapeum, un templo dedicado a Serapis, una divinidad sincrética creada en Alejandría. ¿Qué significa sincrético? Que no era un dios heredado, sino inventado para unir mundos. Los faraones ptolemaicos -de origen griego- necesitaban gobernar sobre un pueblo profundamente egipcio. Y la solución fue chic: crear un dios que fusionara lo mejor de ambos universos. De Osiris y el toro Apis tomaron la esencia egipcia; del panteón griego, el porte majestuoso de Zeus o Hades. Así nació Serapis, con cuerpo helénico y alma faraónica, capaz de ser adorado por griegos y egipcios por igual.

Ese mestizaje religioso resume a la perfección el espíritu de Alejandría: un lugar donde lo faraónico se abrazaba con lo helénico y lo romano en una armonía sorprendente.

Las catacumbas de Kom el Shoqafa: un mundo bajo tierra

Alejandría guarda muchos tesoros a cielo abierto, pero algunos de sus secretos más fascinantes se esconden bajo tierra. Las Catacumbas de Kom el Shoqafa, descubiertas por casualidad en 1900, son un laberinto de galerías excavadas en la roca que datan del siglo II d.C. En ellas se enterraban familias ricas de la ciudad en plena época romana, y lo sorprendente es el mestizaje artístico que rezuma cada pared.

El propio nombre es revelador. “Kom el Shoqafa” significa en árabe “la colina de los tiestos”, porque en la superficie se acumulaban montículos de cerámica rota: restos de vasijas y objetos utilizados en rituales funerarios que, una vez quebrados, eran arrojados allí. Lo que parecía un vertedero de fragmentos escondía, bajo sus cimientos, uno de los conjuntos funerarios más extraordinarios del mundo antiguo.

Aquí, lo egipcio y lo romano se miran de frente y se abrazan. Entre sarcófagos y relieves puedes encontrar a Anubis, el dios chacal, vestido como un legionario romano; escenas funerarias con jeroglíficos y, al lado, motivos clásicos de columnas jónicas y frontones grecorromanos. Un auténtico déjà-vu cultural donde los mundos no se excluyen, sino que se funden con elegancia.

La estructura se organiza en varios niveles conectados por una gran escalera en espiral. Al descender, la luz se apaga poco a poco y la piedra se vuelve húmeda, creando una atmósfera que es a la vez solemne y teatral. Se cree que estas catacumbas pudieron haber servido también como espacio para banquetes funerarios: un comedor subterráneo donde las familias compartían comida y vino con los difuntos, convencidos de que la vida y la muerte formaban parte del mismo ciclo. C’est simple: otra forma de convivir con lo eterno.

Caminar hoy por Kom el Shoqafa es viajar a un Egipto híbrido, donde faraones tardíos, emperadores romanos y dioses compartían escenario. Un lugar que demuestra que Alejandría nunca fue solo egipcia ni solo romana, sino un mosaico chic de culturas.

La Corniche: paseo entre el mar y la historia

Para terminar, nada como caminar por la Corniche, el largo paseo marítimo de Alejandría. Entre cafés de aire parisino, palacetes decadentes y hoteles que recuerdan épocas coloniales, se abre la panorámica del Mediterráneo. Aquí uno entiende por qué la ciudad tiene ese je ne sais quoi: es cosmopolita, vibrante y, al mismo tiempo, profundamente nostálgica. Tomarse un té frente al mar

Tras sumergirte en tumbas, columnas y bibliotecas, llega el momento de volver a la superficie y sentir que Alejandría respira junto al mar. La Corniche, su larguísimo paseo marítimo, es el escenario perfecto para comprender la esencia mediterránea de la ciudad. Aquí, los cafés de aire parisino conviven con palacetes coloniales, hoteles con sabor decimonónico y el ir y venir de un tráfico caótico que, de algún modo, también resulta poético.

La Corniche no es una reliquia faraónica ni romana: es una creación moderna. Su trazado comenzó a principios del siglo XX, en plena época de fuerte influencia europea. Ingenieros británicos, franceses e italianos contribuyeron a darle forma, y desde entonces se ha ido ampliando hasta convertirse en la gran arteria costera que hoy recorre más de 15 km frente al Mediterráneo. Una vía funcional, sí, pero también un balcón urbano donde Alejandría se exhibe con orgullo.

¿Y por qué ese nombre tan chic? Corniche viene del francés y significa literalmente “carretera junto al mar o sobre un acantilado”. La misma palabra se usa en Marsella o Beirut. Y claro, francés tenía que ser: evocador, elegante, chic… como los viajes de GrandVoyage.

Caminar por la Corniche al atardecer es como hojear las páginas de un álbum vivo: jóvenes egipcios paseando de la mano, pescadores lanzando sus redes, familias tomando un helado frente a la brisa marina. El mar golpea contra los espigones y la luz se funde en un horizonte que parece no acabar nunca. Voilà, la vida en Alejandría se explica en ese instante. Es quizá la mejor forma de decir “oui oui, estoy en Alejandría”. Sentarse en una terraza con una taza de té a la menta o un café turco mientras el sol se esconde es la mejor forma de despedirse de la ciudad. Es en ese preciso momento cuando entiendes que Alejandría no solo fue un centro cultural, político y religioso; también es, y seguirá siendo, un estado de ánimo mediterráneo, un souvenir inoubliable que acompaña al viajero mucho después de regresar a casa.

Beautiful sunset over Alexandria beach with vibrant umbrellas and cityscape views in Egypt.

Por qué con Grandvoyage

Después de hojear manuscritos en la Bibliotheca Alexandrina, coronar la Ciudadela de Qaitbay sobre los cimientos del faro perdido, descifrar la elegancia solitaria de la Columna de Pompeyo y descender a las Catacumbas de Kom el Shoqafa, el paseo al atardecer por la Corniche te regala la estampa perfecta: Mediterráneo en calma, luz en dorado y esa mezcla chic de Oriente y Occidente que convierte cada instante en un souvenir inoubliable.

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Fuente: Blog GrandVoyage