Buenos Aires, 27 de noviembre (PR/20) .-  A Catalina Labouré, una novicia francesa, se le apareció la Virgen en julio de 1830. Concretamente, en la capilla del convento de las Hijas de la Caridad, en la Rue du Bac de París.

El 27 de noviembre del mismo año, recibiría una segunda aparición.

Sobre el altar de la capilla la joven –que tenía 24 años- vio dos tableros que presentaban las dos caras de una medalla. La Virgen le explicó:

«Haz acuñar una medalla igual a este modelo. Todas las personas que la lleven con confianza, colgada al cuello, recibirán grandes gracias».

MIRACULOUS,MEDAL
Nuestra Señora le confiaría una oración:

«Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti».

«Recibirán grandes gracias»
Un mes más tarde, la Virgen volvería a aparecerse a Catalina y pidió de nuevo la acuñación de la medalla. Se haría efectiva en 1832, con permiso del obispo de París.

Pocos años después quedaría aprobada en Roma la difusión de la Medalla Milagrosa.

Estas fueron las palabras de María:

«Venid a los pies de este altar, aquí las gracias serán derramadas sobre todas las personas que pidan con confianza y fervor. Estos rayos son el símbolo de las gracias que yo derramo sobre las personas que me las piden. Este globo representa el mundo entero, especialmente a Francia y a cada persona en particular. Haz acuñar una medalla según este modelo, las personas que la llevarán con confianza recibirán grandes gracias».

Nadie supo de Catalina Labouré hasta pocos meses antes de su fallecimiento. Labouré solo lo había comunicado a su director espiritual, el padre Aladel, y quiso pasar desapercibida a lo largo de más de 40 años.

Oración
¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bienaventurada tú que has creído! ¡El Poderoso ha hecho maravillas en ti! ¡La maravilla de tu maternidad divina! Y ahora, en la gloria de tu Hijo, no cesas de interceder por nosotros, pobres pecadores. Velas sobre la Iglesia de la que eres Madre. Velas sobre cada uno de tus hijos. Obtienes de Dios para nosotros todas esas gracias que simbolizan los rayos de luz que irradian de tus manos abiertas. Con la única condición de que nos atrevamos a pedírtelas, de que nos acerquemos a ti con la confianza, osadía y sencillez de un niño. Y precisamente así nos encaminas sin cesar a tu Divino Hijo. Amén.

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Fuente: Aleteia