Por Diana Duvivier

Con el Nacimiento de Jesucristo se nos ofrece el alivio permanente que traen las buenas noticias de la misericordia de Dios y el cumplimiento de la promesa de la gracia.

Con Jesucristo se da la revelación plena del Nuevo Pacto y la acción salvífica de Dios, quien perfecciona su poder en la debilidad. En Su encarnación se pueden resolver las más profundas problemáticas inherentes a la existencia misma y a la práctica cotidiana, las cuales movilizan intensamente nuestros afectos: el nacimiento, el renacimiento espiritual, los no nacidos, el sufrimiento del justo, la incredulidad y la fe, la vida y la muerte y en definitiva, el sentido de las cosas y los acontecimientos, la trascendencia y la libre voluntad de Dios.

Sin embargo, aparecen distintos estímulos, hechos y cuestiones que provocan perturbación e inestabilidad. Se percibe una hipersensibilidad propia de los tiempos vertiginosos en que vivimos, más todavía si esto se combina con escenarios nacionales e internacionales de grandes tensiones sociales y políticas, ahora potenciados por las comunicaciones globales, los que parecen abonar los atrevidos e insolentes cuestionamientos a la justicia y bondad divinas.

El nacimiento bendito de Jesucristo, el hecho de que Dios se hizo humano, además de ser totalmente distinto a todos los demás, contrasta con los planteos desesperados y desgarradores del profeta Jeremías cuando, en su aflicción, maldecía el día en que había nacido y en un ataque de amor a sí mismo se quejaba de que aquel vientre embarazado de su madre no se hubiera convertido en su sepulcro. Al modo del patriarca Job, olvidando que no se puede contender con el Omnipotente, le reprochaba al Altísimo no haberlo matado allí. “¿Para qué salí del vientre? ” ” Está mi alma hastiada de mi vida…¿Por qué me sacaste de la matriz?”. También nosotros a veces, en nuestra debilidad, ante la gracia oculta de Dios y frente a lo casi insoportable de la vida, nos parecemos a ellos y a aquellos reprobados “consoladores molestos” del Job sufriente. Con insensatez, presunción e impaciencia erramos por no buscar y adherirnos a la Palabra de Dios y al Admirable Consejero que sabe, puede y quiere consolar y dar sosiego y paz a las conciencias, desechando la incompetencia e incomprensión de las filosofías humanas. Es que, como enseña el profeta Isaías : “Así dice el Señor, Hacedor tuyo y el que te formó desde el vientre, el cual te ayudará: No temas…Dios ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá misericordia”…Aunque nos sintamos tentados a decir: “Me dejó Dios y el Señor se olvidó de mí. ¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti… en las palmas de las manos te tengo esculpida, delante de mí estás siempre”. Dios no miente y envió a su Hijo para nosotros. Y al hacerse uno con el género humano, también nos ha dado una misión específica y un sentido claro a nuestra existencia. Dijo el Señor: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad” y lo sigue haciendo cada día con y a través nuestro, con su Iglesia dispersa alrededor del mundo.

Hay un vínculo secreto en la maternidad, aún en el caso lamentable de aquella que, como el

avestruz, “se endurece para con sus hijos como si no fuesen suyos” o, paradójicamente, piensa que son de su exclusiva propiedad y puede disponer de ellos a su antojo. Porque el peso del útero, las estrías , la fatiga, los dolores y las várices no son las únicas marcas que deja el embarazo; la ruptura de bolsa o de membranas, el trabajo de parto y la experiencia del Equipo Médico y del Centro Asistencial no es lo único que cuenta para el mantenimiento de la salud física y mental, ni tampoco quien estaba oculto puede permanecer siempre olvidado. Porque un hijo es una ” herencia de Dios y cosa de estima el fruto del vientre” , como dice el Salmista ; es un regalo divino que el huevo fertilizado anide y se prenda a los tejidos para recibir vida a través de la sangre materna que le permite sobrevivir hasta que salga o sea transpuesto. Todo por el amor y el compromiso de una mujer que está dispuesta a poner su cuerpo y sus desvelos en servicio de quien necesita casi todo, aportándole la contención, el sustento y el abrigo indispensables a ese “otro”, que le permite ser ” yo” y “nosotros”. Aquella que respetuosamente permitió, entre otras cosas, transformarse en matriz generadora, acequia viva, tierra productiva, usina energética… Aquella que, dejando de lado una actitud egoísta, abandónica y torturadora, prefirió ser nido y no cárcel, azote, cepo o tumba de su criatura, así también como ella recibió mediante otra y desde sus entrañas la aurora de la vida que ahora puede desplegar. “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?”, advierte San Pablo.

Por el impacto y la relevancia del tema y para no herir aún más, teniendo en cuenta aquella unión íntima con el hijo, vaya una palabra de consuelo para aquellos casos en que las complicaciones ponen en peligro la gestación, buscando dar una atención integral y abordando el shock emocional y el trauma afectivo que sobreviene cuando el embarazo no llega a su destino. No nos dirigimos a aquellas mujeres que llevan el “Fruto de su vientre” de mala gana o están embarazadas a disgusto, quienes en forma intencionada descuidan o hasta llegan al extremo de asesinar al hijo. Nos motiva no causar más aflicción, ni sobresalto, ni espanto a aquellas madres quienes, no por su culpa, ni por su dejadez o indiferencia, han sufrido un nacimiento prematuro o aborto espontáneo o su bebé nació muerto o murió al nacer. A éstas y a sus allegados Dios los reconforta, invitándolos a confiar en que la voluntad de Dios es siempre mejor que la nuestra, aún cuando parezca mostrarse contraria a nosotros, según nuestro limitado punto de vista humano y a afrontar esta prueba como una oportunidad para perfeccionar la paciencia cristiana. Tiernamente se aconseja confiar en que Dios atiende el clamor sincero y el profundo deseo, como una oración efectiva que el Señor escucha por tratarse de una intercesión de un creyente, alguien muy especial, santificado por la sangre de Cristo y el Espíritu de Dios, quien nos ayuda en nuestra debilidad. El Señor nos ha oído, aún cuando, por la pena o por el desconcierto, no podamos expresarnos con palabras y ha hecho mejor de lo que podríamos pedir o esperar, porque “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos”, como afirma San Pablo. Y recordamos aquella maravillosa y contundente promesa de Jesús, que supera nuestra imaginación y que nos mantiene en esperanza: “al que cree todo le es posible”, relacionándola con la singularidad de esos niños, sujetos de los anhelos y la fe de Cristianos verdaderos. Y contamos con el grandioso recurso propuesto por la Divinidad y que tantas veces hemos comprobado : “Invócame en el día de la angustia. Te libraré y tú me honrarás”. Esta consolación para los creyentes puede ser aplicada a cualquier otro problema que nos aflija.

A esta altura, resulta imprescindible considerar que el Altísimo es quien da viabilidad y vida, así como también fuerzas para seguir esperando en Dios, quien tiene siempre la última palabra.

Lo hemos visto en el caso de Luz Milagros, de Chaco, la beba que sobrevivió después de que su mamá, con el impulso de ver por última vez el rostro de su hija, desclavara el cajoncito cerrado que alojaba a la niña viva en el frío de una morgue; aquella que luego se mantuviera confiada, a pesar de los reiterados peores pronósticos que oficialmente se le daban, gozando y cuidando de su hijita por más de un año y por quien, conmovidos, hemos elevado nuestras plegarias. Y después, también hemos sabido por informaciones periodísticas que nació Santino, en Pilar, a quien dieron por muerto, descartándolo en una envilecida chata de un Hospital, cuyos movimientos de vida descubiertos por su abuela, se negaran a admitir, por ser confundidos con meros reflejos inanimados. El Señor, una vez más, está poniendo en medio de nosotros a los niños. Son inadmisibles el maltrato y los daños superlativos que pueda recibir una criaturita con prematura extrema o con complicaciones de cualquier otra índole, hayan o no adquirido notoriedad. Y qué decir de los abortos deseados y embarazos rechazados por desaprensión, desidia, resentimiento, egoísmo, codicia, intereses económicos o ideologías, causantes de tanto dolor y huellas imborrables que no se pueden extirpar. No podemos atribuirnos la determinación de subestimar la viabilidad y mucho menos, de cercenar las chances de sobrevida de aquel hijo o hija a quien deberíamos proteger y brindarle las mejores condiciones de vida que esté a nuestro alcance ofrecer, quien no debe ser cruelmente considerado inoportuno, ni molesto, ni tampoco culpable. Además de los afectos naturales, que hasta los animales en su mayoría demuestran, una mujer Cristiana recibe a su niño con un amor más profundo, pensando en su alma y no sólo en su cuerpo. Todos tenemos algún grado de responsabilidad de acuerdo a nuestro rol y función, de manera que en nuestra comunidad, de lo que de nosotros dependa, no se cause daño a nadie y menos si resulta irreparable. Y en este sentido, deberíamos poner nuestro esfuerzo y ayuda para aquellas que no pueden hacerse cargo solas del nuevo ser que llega.

Que sirvan estas palabras para acompañar a una reflexión Cristiana que, más allá de las evaluaciones de la Obstetricia, la Neonatología, las Tecnologías de Reproducción Asistida y otras especialidades o disciplinas y a pesar de la imperfección e injusticia de las leyes humanas, se aferre a la Palabra de Dios y nos ayude a asumir el compromiso de la comunidad, de la familia, de la pareja y, en especial, de la mujer, el amor de madre y el apoyo al débil, con fe en el evangelio que es la promesa de la gracia de Dios en Cristo, confiando en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable.

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