Lee aquí la homilía:
De hecho, toda buena actividad humana lleva consigo un reflejo de la belleza de Dios, y sin duda el deporte es una de ellas. Después de todo, Dios no es estático, no está cerrado en sí mismo. Es comunión, relación viva entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se abre a la humanidad y al mundo. La teología llama a esta realidad pericoresis, es decir, “danza”: una danza de amor recíproco. Es de este dinamismo divino de donde brota la vida. Hemos sido creados por un Dios que se complace y se regocija en dar la existencia a sus criaturas, que “juega”, como nos ha recordado la primera lectura (cf. Pr 8,30-31). Algunos Padres de la Iglesia hablan incluso, con audacia, de un Deus ludens, de un Dios que se divierte (cf. S. SALONIO DE GINEBRA, in Expositio Mystica in Parabolas Salomonis et Ecclesiasten; S. GREGORIO NACIANCENO, Carmina, I, 2, 589).
Es por eso que el deporte puede ayudarnos a encontrar a Dios Trinidad: porque requiere un movimiento del yo hacia el otro, ciertamente exterior, pero también y sobre todo interior. Sin esto, se reduce a una estéril competencia de egoísmos. Pensemos en una expresión que, en italiano, se utiliza habitualmente para animar a los atletas durante las competiciones: los espectadores gritan: “Dai!” [en español “¡Dale!”]. Quizás no lo pensemos, pero es un imperativo precioso; es el imperativo del verbo “dar”.
Y esto nos puede hacer reflexionar: no se trata solo de dar una prestación física, quizá extraordinaria, sino de darse uno mismo, de «jugársela». Se trata de entregarse por los demás —por el propio crecimiento, por los aficionados, por los seres queridos, por los entrenadores, por los colaboradores, por el público, incluso por los adversarios— y, si se es verdaderamente deportista, esto vale independientemente del resultado. San Juan Pablo II —un deportista, como sabemos— hablaba así de ello: “El deporte es alegría de vivir, juego, fiesta, y como tal debe valorarse […] mediante la recuperación de su gratuidad, de su capacidad para estrechar lazos de amistad, para favorecer el diálogo y la apertura de unos hacia otros, […] por encima de las duras leyes de la producción y el consumo y de cualquier otra consideración puramente utilitaria y hedonista de la vida” (cf. Homilía para el Jubileo de los Deportistas, 12 abril 1984).
De este modo, puede convertirse en un importante instrumento de recomposición y encuentro, entre los pueblos, en las comunidades, en los entornos escolares y laborales, en las familias.
En segundo lugar, en una sociedad cada vez más digital, en la que las tecnologías, aunque acercan a personas lejanas, a menudo alejan a quienes están cerca, el deporte valora la concreción de estar juntos, el sentido del cuerpo, del espacio, del esfuerzo, del tiempo real. Así, frente a la tentación de huir a mundos virtuales, ayuda a mantener un contacto saludable con la naturaleza y con la vida concreta, único lugar en el que se ejerce el amor (cf. 1 Jn 3,18).
Esto es importante, porque es a partir de la experiencia de esta fragilidad que nos abrimos a la esperanza. El atleta que nunca se equivoca, que no pierde jamás, no existe. Los campeones no son máquinas infalibles, sino hombres y mujeres que, incluso cuando caen, encuentran el valor para levantarse. Recordemos una vez más, a este respecto, las palabras de san Juan Pablo II, quien decía que Jesús es “el verdadero atleta de Dios”, porque venció al mundo no con la fuerza, sino con la fidelidad del amor (cf. Homilía en la Misa por el Jubileo de los deportistas, 29 octubre 2000).
No es casualidad que, en la vida de muchos santos de nuestro tiempo, el deporte haya tenido un papel significativo, tanto como práctica personal que como vía de evangelización. Pensemos en el beato Pier Giorgio Frassati, patrono de los deportistas, que será proclamado santo el próximo 7 de septiembre. Su vida, sencilla y luminosa, nos recuerda que, así como nadie nace campeón, tampoco nadie nace santo.
Queridos deportistas, la Iglesia les confía una misión maravillosa: ser, en las actividades que realizan, reflejo del amor de Dios Trinidad para bien de ustedes y sus hermanos. Comprométanse con entusiasmo en esta misión: como atletas, como formadores, como sociedad, como grupos, como familias. El Papa Francisco solía subrayar que María, en el Evangelio, se nos presenta activa, en movimiento, incluso “corriendo” (cf. Lc 1,39), dispuesta, como saben hacer las madres, ponerse en movimiento ante la señal de Dios, para socorrer a sus hijos (cf. Discurso a los voluntarios de la JMJ, 6 agosto 2023).
Le pedimos que acompañe nuestros esfuerzos y nuestros impulsos, y que los oriente siempre hacia lo mejor, hasta la victoria más grande: la de la eternidad, el «campo infinito» donde el juego no tendrá fin y la alegría será plena (cf. 1 Co 9,24-25; 2 Tim 4,7-8).