Yo soy Robustiano porque así me llama mi dueña.
Antes que nada quiero decirles que tengo plumas blancas, un andar erguido y soy el que manda en el gallinero que está hecho de metal y madera con el suelo apisonado de tierra.
Yo soy el rey del gallinero y conduzco a las cuarenta gallinas coquetonas y ponedoras que salen al aire del campo cada día a comer bichitos y briznas de pasto al igual que los pollos que luego van a ser faenados y vendidos.
La dueña se encarga de todo. Compartimos la pasión por el devenir del gallinero. Pero yo, repito, yo soy el que manda acá dentro y mantiene el orden.
El gallinero está blindado sin que haya un agujero por donde pueda entrar el terror de nosotros, las aves, que es el mal en estado puro porque mata por placer no para comer. Es la comadreja roja, un sanguinario roedor que vive entre los árboles y cada tanto baja para matar, su razón de ser.
Una vez emergió en el gallinero por un hueco que hizo en el piso de tierra y mató a varias ponedoras y pollos de un mordisco en el cuello, por el solo hecho de hacer daño.
La dueña estaba desolada porque según decía los amaba, pero no tanto como me ama a mí, claro.
En esa oportunidad, les cuento que yo me salvé porque corrí dando vueltas y más vueltas en el gallinero blanqueado de cal, hasta que se cansó y se fue y pudimos respirar tranquilos.
Sin embargo nuestra dueña y cuidadora nunca descubrió por dónde entró la depredadora. Enterró a mis compañeros muertos, las gallinas coquetas y los recios pollos blancos de cresta naranja.
Luego la dueña salió a buscar a la enemiga con una escopeta al hombro, a buscarla porque le pareció escuchar el grito que hacen y se parece al llanto de un bebé. Pero no la encontró. Seguramente estaba refugiada entre las añosas ramas de los eucaliptus.
Aquí deseo hacer un paréntesis y contarles que no siempre fui grande y de este porte importante.
Yo era un pollito bebé indefenso, amarillito, y fui criado con otros por la dueña al calor de una improvisada incubadora porque en el campo donde vivíamos no había luz eléctrica y el calor nos lo daban lámparas a querosén.
Un día nos trasladaron a la casa del Gaucho Don Moreira donde me desarrollé porque ahí había electricidad y alcanzado el peso necesario para sobrevivir, nos llevaron con otros al gallinero en el campo.
El placer era total, las tardecitas con olor a hojas y el calorcito del sol, salvo que yo veía que seguíamos creciendo y que cuando alcanzábamos los tres kilos más o menos de peso, ya éramos comestibles como pollos de campo. Nos seleccionaban para ser faenados y vendidos en ese lugar que le decían la capital.
Yo me había convertido en un ejemplar adulto, muy inteligente y vivaz. Entonces cuando Don Moreira entraba a buscar los que serían vendidos yo me escondía en algún rincón.
Tantas veces lo hice que la dueña dijo: «A éste que lo llamaré Robustiano ¡no me lo toque!»Fue cuando me hice el rey del gallinero sin que nadie me disputara el trono. Y así pasaban los días y las semanas con la misma rutina de salir a pastorear como explicaba la dueña a los visitantes ocasionales. Ella completaba nuestro alimento de pasto y bichitos de cada día con maíz y arveja molida de su propia cosecha.
Todo discurría en una amable y colorida rutina. Las ponedoras eran generosas con la postura de los huevos cada jornada, no importa si lloviera, hiciera frío o si estuviera caluroso y los huevos estaban ahí a la espera de que los recogieran.
De mí y de los otros pollos decían que éramos híbridos (de laboratorio) y que no podíamos procrear.
Eso puede ser cierto, pero yo tenía las características de un verdadero gallo.
Mientras yo me escapaba de la requisa de Don Moreira para el matadero, crecía en tamaño, me imponía con autoridad en el cacareo cotidiano. Tenía placer conduciendo a las ponedoras a sus lugares en el gallinero.
La dueña expresaba su cariño hacia mí con mimos, por ejemplo cuando llegué a los siete kilos no podía saltar la tabla que dividía el gallinero en dos y ella me alzaba y me ponía junto a las ponedoras para que no perdiera la autoridad que me había ganado en la comunidad.
Vivíamos una historia de cariño, respeto y amor entre los dos y siempre la escuchaba decir que me admiraba por mi superación: de pollito bebé a líder. Por eso me puso el nombre de Robustiano y se sacaba fotos conmigo.
Eramos felices.
Ahora mientras les relato nuestra vida, estoy corriendo en círculos porque otra vez me persigue la ruin comadreja y mi corazón va a fallar, lo sé, pero ella no va a poder morderme.
Voy a morir en mi ley, luchando como siempre lo hice dese que vine a este mundo.
Un consejo les doy: que nadie les diga que no pueden lograr lo que se proponen. Intenten con la ayuda del Creador. Tengan esperanza que es esperar hasta lo imposible. Los milagros existen.
Bueno mi vida ha llegado a su fin. Sé que la dueña no me va a olvidar y que tiene un lugar reservado para mí, para ser enterrado al pie de la inmensa cruz celeste y blanca que tiene cerca de la casa.
Descansaré en paz y sé que mi vida fue un ejemplo de superación para otros y les digo ¡hasta pronto!, hasta que nos veamos porque Dios me tiene reservado un lugar en el Cielo de los animales que no dudo de que existe y donde siempre brilla la luz.
Matilde Fierro
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Buenos Aires, martes 27 de mayo 2025
Robustiano y su dueña