El Papa León XIV, en la Plaza de San Pedro con ocasión del Jubileo de la Espiritualidad Mariana | Crédito: Daniel Ibañez/EWTN News
Ciudad del Vaticano, lunes 13 octubre (PR/25) — Durante la Misa que celebró este domingo con motivo del Jubileo de la Espiritualidad Mariana, el Papa León XIV aseguró que la Virgen nos recuerda que “la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles, sino de los fuertes”.
Lunes 13 octubre (PR/25) — El Papa León XIV ha celebrado este domingo el Jubileo de la Espiritualidad Mariana junto a más de 30.000 peregrinos, entre ellos rectores y trabajadores de santuarios, así como miembros de movimientos, cofradías y diversos grupos de oración mariana. Durante la celebración en la Plaza de San Pedro estaba presente la estatua original de la Santísima Virgen, conservada en el Santuario de las Apariciones. Lea aquí la homilía completa del Santo Padre.
Queridos hermanos y hermanas:
Toda espiritualidad cristiana se desarrolla a partir de este fuego y contribuye a hacerlo más vivo. La lectura del Segundo Libro de los Reyes (5,14-17) nos ha recordado la curación de Naamán, el sirio.
El mismo Jesús comenta este pasaje en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,27), y el efecto de su interpretación sobre la gente de su pueblo fue desconcertante. Decir que Dios había salvado a ese extranjero enfermo de lepra en lugar de aquellos que estaban en Israel era ponérselos en su contra: «Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo» (Lc 4,28-29).
El evangelista no menciona la presencia de María, que podría haber estado allí y haber experimentado lo que le había anunciado el anciano Simeón cuando llevó al niño Jesús al Templo: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35).
Sí, queridos hermanos, «la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hb 4,12). Así, el Papa Francisco vio a su vez, en la historia de Naamán el sirio, una palabra penetrante y actual para la vida de la Iglesia.
Dirigiéndose a la Curia Romana, dijo: «este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades. […] Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para poner en su armadura, al final habría sido devorado por la lepra; aparentemente vivo, sí, pero cerrado y aislado en su enfermedad».[1]
De este peligro nos libera Jesús, Él que no lleva armaduras, sino que nace y muere desnudo; Él que ofrece su don sin obligar a los leprosos sanados a reconocerlo: sólo un samaritano, en el Evangelio, parece darse cuenta de que ha sido salvado (cf. Lc 17,11-19). Quizás, cuantos menos títulos se puedan ostentar, más claro está que el amor es gratuito.
Dios es puro don, sola gracia, pero ¡cuántas voces y convicciones pueden separarnos también hoy de esta verdad desnuda y disruptiva! Hermanos y hermanas, la espiritualidad mariana está al servicio del Evangelio: revela su sencillez.
El afecto por María de Nazaret nos hace, junto con ella, discípulos de Jesús, nos educa a volver a Él, a meditar y a relacionar los acontecimientos de la vida en los que el Resucitado continúa a visitarnos y llamarnos. La espiritualidad mariana nos sumerge en la historia sobre la que se abrió el cielo, nos ayuda a ver a los soberbios dispersos en los pensamientos de su corazón, a los poderosos derribados de sus tronos, a los ricos despedidos con las manos vacías.
Los leprosos que en el Evangelio no vuelven a dar las gracias nos recuerdan, de hecho, que la gracia de Dios también puede alcanzarnos y no encontrar respuesta, puede curarnos y seguir sin comprometernos.
Cuidémonos, pues, de ese subir al templo que no nos lleva a seguir a Jesús. Existen formas de culto que no nos unen a los demás y nos anestesian el corazón. Entonces no vivimos verdaderos encuentros con aquellos que Dios pone en nuestro camino; no participamos, como lo hizo María, en el cambio del mundo y en la alegría del Magnificat.
El camino de María va tras el de Jesús, y el de Jesús es hacia cada ser humano, especialmente hacia los pobres, los heridos, los pecadores. Por eso, la auténtica espiritualidad mariana hace actual en la Iglesia la ternura de Dios, su maternidad.
«Porque —como leemos en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium— cada vez que miramos a María, volvemos a creer en la fuerza revolucionaria de la ternura y del afecto. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles, sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a los demás para sentirse importantes.
Mirándola, descubrimos que la que alababa a Dios porque «derribó a los poderosos de sus tronos» y «despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53) es la misma que asegura el calor doméstico a nuestra búsqueda de justicia» (n. 288).
Hagamos de ella un motor de renovación y transformación, como pide el Jubileo, tiempo de conversión y restitución, de replanteamiento y liberación. Que María Santísima, nuestra esperanza, interceda por nosotros y nos oriente siempre hacia Jesús, el Señor crucificado. En él está la salvación para todos.