Por Ana Monsell (*)
Buenos Aires, martes 20 mayo (PR/25) — La pregunta por la abstención electoral no puede reducirse a la falta de representación o al descrédito de los partidos. Quizá algo más profundo se pone en juego: una transformación en la forma en que los sujetos se relacionan con la política, con el otro, e incluso con su propio deseo.
No votar podría no representar sólo desinterés o rebeldía. En muchos casos, puede ser una forma de retirada subjetiva. En contextos marcados por la precariedad laboral, la saturación emocional y la pérdida de referentes colectivos, el acto de votar (que alguna vez fue expresión de voluntad y de proyecto compartido) se convierte en un gesto vaciado, mecánico o directamente prescindible. Pareciera que no se trata de no entender lo que está en juego, sino de no sentir que haya algo en juego para el sujeto.
El clima de época incluye a la política como desactivada en su capacidad de transformación. Ya no se la rechaza frontalmente; simplemente se la vive como algo ajeno, un espectáculo al que se asiste sin participar. Esa desconexión no se produce por ignorancia o apatía, sino por saturación. Cuando la vida cotidiana se organiza en torno al cansancio, la supervivencia y el miedo, no queda espacio psíquico para el compromiso simbólico que implica votar.
De esta manera, “no ir a votar” puede leerse como una economía del deseo. Votar implica suponer que hay un otro capaz de encarnar una promesa, una representación, una respuesta. Pero, ¿qué pasa cuando el lazo social se deteriora al punto de que ya no se espera nada de nadie? En ese punto, el sujeto se retira. No como acto heroico, sino como defensa frente a la decepción anticipada.
En las elecciones legislativas 2025 de CABA sólo voto algo más del 53%.
No votar, Este hecho no es nuevo, pero parecer profundizarse en un tiempo donde la subjetividad está cada vez más capturada por lógicas de rendimiento y competencia. En ese marco, la política aparece como una carga más. No votar, entonces, no es un vacío, sino una señal: hay algo del lazo social que ya no funciona. No hay identificación posible porque no hay disponibilidad afectiva.
Es posible que los resultados recientes no hablen sólo de ganadores y perdedores, sino también de una fractura más honda, menos visible. Una grieta en el lazo social, en la expectativa compartida de que algo puede cambiar. No se trata de romantizar la abstención ni de condenarla, sino de leerla. De preguntarse qué condiciones hacen falta para que la política vuelva a ser habitable.
El problema no es solo cómo convocar a la participación, sino cómo restituir el deseo. Porque mientras el sujeto no desee, ninguna oferta política logrará interpelarlo. La abstención no dice “no me importa”, sino “ya no puedo creer”.
Y cuando el deseo se retira, el voto deja de tener sentido.
(*) Psicóloga y coordinadora de Investigación Cualitativa de Proyección Consultores
Fuente: Newsweek
Desinterés en las urnas: ¿alarma democrática o evolución política?
La baja participación electoral en Argentina es un reflejo de la crisis de representatividad y la apatía ciudadana hacia la política.
La baja concurrencia a las votaciones se ha vuelto una tendencia cada vez más evidente en numerosos países. Tal es el caso que nos ocupa por las últimas elecciones en Argentina. Ya no se trata simplemente de una fluctuación temporal del interés ciudadano, sino de un fenómeno más profundo, que revela una crisis de representatividad, apatía generalizada y una distancia creciente entre la mayoría de los políticos y gran parte de la sociedad.
Resultado: las urnas se vacían no solo de votos, sino también de esperanza.
Uno de los elementos más perceptibles es la indiferencia; donde numerosos ciudadanos, en particular los jóvenes, expresan indiferencia hacia los procesos electorales, llegando a no votar incluso cuando se refiere a puestos cruciales para el rumbo de la nación. Esta inapetencia no se debe a la falta de conocimiento o al desinterés por los temas públicos en general, sino más bien en gran parte a la decepción en sí misma.
Los políticos han dejado de ser considerados un instrumento de cambio y se han convertido en detentadores de privilegios, corrupción y promesas no cumplidas, de cuestiones tan simples como hacernos la vida diaria más fácil y ágil.
¿Por qué debemos votar, si nada parece cambiar?
A este desencanto se suma la falta de propuestas innovadoras por parte de los partidos políticos tradicionales, donde en muchas campañas electorales, los discursos se repiten, los candidatos parecen réplicas unos de otros y los programas no logran conectar con las preocupaciones reales de la ciudadanía.
En las últimas décadas, la política en Argentina se ha vuelto predecible, desprovista de ideas nuevas o de líderes que inspiren confianza y renovación.
En este contexto, gran parte del electorado se siente desmotivado, incluso traicionado, con las consignas vacías y las promesas imposibles que solo parecen alimentar el cinismo y el alejamiento.
Sin embargo, más allá del contexto político, existen elementos sociales y económicos que también justifican la reducida participación. En períodos de crisis económica, cuando numerosas familias batallan para alcanzar el final del mes (o una quincena), las prioridades se transforman: la inflación, un paro, las deudas y la angustiante incertidumbre financiera sitúan a la clase política electoral en una posición secundaria.
La cuestión se hace instantánea para muchos vecinos: ¿qué relevancia tiene votar si no hay alimentos en mi heladera, o no puedo pagar la tarjeta o no llego al alquiler?
Cuando la urgencia prevalece, el sufragio parece un lujo lejano o un proceso sin repercusiones en la vida de los ciudadanos de a pie.
Asimismo, el voto ha perdido su carácter de herramienta transformadora para muchos sectores populares. En barrios donde la pobreza estructural es la norma, la política solo aparece en épocas de campaña. Fuera de ese período, el abandono estatal es evidente en varios distritos. (Esto genera una percepción, muchas veces justificada, de que el sistema solo funciona para algunos, mientras la mayoría queda fuera).
Por ende, esta exclusión simbólica y material alimenta la indiferencia: y se suele escuchar en la calle que “votar no cambia nada, porque nadie nos representa”.
Otra cuestión clave es la creciente personalización de la política. En lugar de construir proyectos colectivos, los partidos vienen girando en torno a figuras individuales, y la discusión política se convierte en una pelea de egos, donde los intereses de la población quedan bastante relegados. (Dificultando la identificación ideológica con las propuestas y reforzando la percepción de que la política es un espectáculo, no un espacio de transformación social).
Ante esto, muchos optan por el silencio con su ausentismo, antes que participar de una “farsa” y puesta en escena.
Además, en un mundo hiperconectado, donde la información circula sin filtros y a velocidades vertiginosas, la confianza en las instituciones se ve erosionada. Las noticias falsas, los escándalos constantes y la polarización extrema crean un clima de desconfianza generalizada. Todo se percibe como un juego sucio, y votar, como una pérdida de tiempo. En lugar de motivar la participación, la información constante puede terminar paralizando o incluso desinformando al ciudadano.
Ante esta situación, nos podemos cuestionar y pensar cómo recuperar la fe en el sistema y en los políticos de turno…
Ahora, la solución no es fácil, pero indudablemente implica una transformación significativa en la manera de realizar política, siendo que será imprescindible que los partidos dejen de lado el marketing vacío y retomen la conexión con las verdaderas necesidades de las personas.
¿Es necesario un cambio generacional, ético y programático? Seguramente que sí, pero también que sitúe a la ciudadanía en el núcleo. Asimismo, resulta crucial fortalecer la educación en civismo desde la infancia, para que el acto de votar retome su valor tanto simbólico como práctico.
Fuente: Noticias Argentinas
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