Lo hizo en el marco de una columna titulada Nostalgia, elaborada en exclusiva para ACI Prensa, que transcribimos a continuación.
Nostalgia
Por el Cardenal Fernando Chomali
Me llama gratamente la atención ver cada mañana a cientos de hombres y mujeres que se levantan muy de madrugada para trabajar, al igual que cientos de jóvenes que lo hacen para ir a estudiar. Muchos se preparan con gran sacrificio para acceder a un futuro más próspero. A pesar de las dificultades de la vida, las personas se movilizan, trabajan, estudian, se casan, ¿Por qué? La razón probablemente reside en que en el fondo de cada ser –y me incluyo– sentimos nostalgia. Mucha nostalgia. El Diccionario de la lengua española la define como “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”. También la expone como “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”, añoranza. Yo la definiría como la presencia –en lo más íntimo de nuestro ser– de una cierta ausencia que nos moviliza. Se nos aparece cada día como necesidad, como deseo, como algo queremos lograr.
El ser humano se va construyendo diariamente. Es un buscador natural. El asunto está en saber qué buscar y dónde hacerlo, pues en el espacio de la experimentación podemos lograrnos o malograrnos. Incluso he conocido personas que, actuando de manera reprobable, lo hacían no para dañar, sino porque en el fondo buscaban un bien.
Esa realidad, lejos de empobrecer nuestra vida, se presenta como posibilidad de algo más. La búsqueda de aquello que sacia y que se percibe como posible es lo que llamo esperanza. En otras palabras, la vida se presenta como una espera.
La conclusión de fondo es motivo de alegría y optimismo: quien cree que el mundo no tiene sentido o ninguna posibilidad de mejorar se equivoca. Mientras haya una persona que se movilice en busca de ese algo más o de alguien, significa que algo bueno puede pasar. Y me atrevo a decir: pasa. El mundo dejará de tener valor cuando perdamos la esperanza y la nostalgia, que son las que nos movilizan y dan fuerzas para seguir adelante cada día, para levantarnos incluso cuando todo parece difícil.
Hace algunos años visité a una anciana que padecía un cáncer terminal. Al saludarla, me pidió por favor que cerrara la ventana, porque se podía resfriar. ¡Qué maravilla!, pensé. Sabiendo que se iba a morir, su preocupación por cerrar la ventana para no resfriarse –aparentemente irracional, dado su diagnóstico terminal– revela la esperanza que se manifiesta en su instinto de autocuidado y en su persistencia de valorar cada día. No ha renunciado a la vida: sigue encontrando razones para seguir levantándose día a día. Es la capacidad de encontrar sentido y valor incluso en las circunstancias más adversas. Este hecho ha sido uno de los episodios más notables que he vivido y que me sigue enseñando. Situación similar viví cuando en el hospital de la cárcel de Santiago le pregunté a los internos como estaban, uno, sacando su mirada de la televisión donde las noticias no eran nada alentadoras, me mira y me dice “por Dios que está mala la cosa afuera”.
Como decía san Agustín: “nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Dios”. Santa Teresa de Ávila señalaba algo similar cuando expresaba: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”, pues solamente en Dios encontrará la plenitud que en la tierra solo puede intuir y pregustar.
La fe en Jesucristo adquiere un sentido de máxima relevancia para nuestras vidas al recordarnos que Dios está en medio de nosotros como plenitud y esperanza de una vida mejor, y que Él no nos ha abandonado. Así, nuestra vida cotidiana, junto con todos los esfuerzos que nos mueven diariamente, no son en vano, sino que están llenos de sentido.
Él comparte su vida con nosotros haciéndose hombre y viviendo como tal. Esa es la grandeza de este misterio. Dios se abaja, se hace pequeño, se aloja en el seno de una mujer sencilla, en un lugar humilde. Nace pobre en un pesebre, para que nuestra humildad e indigencia sean colmadas por Él mismo, plenitud del Ser, así como Verdad, Camino y Vida. Creer es entonces una nueva posibilidad de recuperar la esperanza perdida y reconocer que en Él el fatalismo, el pesimismo y la desazón no tienen cabida. Dios está con nosotros y nada ni nadie nos podrá separar de su amor.
En ese contexto se comprende cómo una vida bien vivida en Cristo tiene la dimensión espiritual y la dimensión social indisolublemente unidas. El cristiano lleno del amor de Dios está llamado a vivirlo sirviendo a los demás.
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Fuente: ACI Prensa